Fernando Gracia Ortuño

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lunes, 20 de mayo de 2013

La paella

Un día, en los platós de escritura, nos quedamos sin luz. Curro me propuso hacer una paella para todos, y se puso a buscar unos troncos y unas ramitas para la barbacoa del jardín. Era increíble que supiera hacer de todo, me dije, a su edad. Yo creía que sólo sabía trabajar de personaje. ¡Qué lejos estaba de la verdad! Curro era un auténtico pozo de sopresas. Había trabajado en los más diversos oficios, y con veinte años hacía unas paellas que ni los mejores gourmets se atreverían a igualar, pese a sus titulaciones, premios, estrellas michelines y concursos gastronómicos.

Mientras la saboreaba trataba de quitarle méritos sin querer, porque yo mismo era cocinero, y no acababa de dar crédito a lo que mis papilas gustativas me estaban señalando inequívocamente. Con aire suspicaz y pensativo, comía de aquella maravilla degustatoria junto a los demás personajes, pero al mismo tiempo trataba de recapacitar en el modus operandi, los trucos que había utilizado, los ingredientes, el fumet y demás factores culinarios que veía se me escapaban, a fin de poder explicarme su producto final, esa paella tan exquisita y divina que me estaba embuchando entre pecho y espalda como un auténtico glotón incontenido y desatado...

Cuando se me acercó, en la oscuridad del salón comedor con su plato en la mano, le pregunté disimuladamente si había utilizado algún truco especial, alguna treta desconocida para la realización de aquella paella, porque, sinceramente, confesé, no le veía ningún menoscabo ni tara en su realización, y hasta sabía bien, le confirmé. Pero él sólo se limitó a impacientarse. Quería rodar, ser escrito. Porque estábamos allí para escribir esta historia truculenta e infame, apuntó. Sí, una historia maldita, le dije yo. "Pero ¿por qué no me dices el truco de tu paella?", le pregunté en un último intento, antes de que volviera la luz, y aquél momento se perdiera para siempre.

Curro me dijo que si no me creía la paella, que no esperara que él tampoco me creyera a mí. La curiosidad me corroía, la incredulidad. Pero mis propios sentidos, la vista que tenía la paella, su aroma, su aspecto general en aquella paellera original, su sabor tan sublime me impulsaron a sincerarme por fin. A regañadientes y con desgana le confesé que estaba bastante bien, y que por eso quería saberlo, para después hacérmela yo en casa. O para presumir de buen cocinero delante de los amigos, o en el trabajo. Porque él tenía un don, y no se lo quería confesar, pero tampoco desmerecerlo como para no decirle lo buena que estaba.

Al fin, le confesé que estaba muy buena su paella, para que me dijera el secreto, y que todos la estaban alabando para sus adentros, sin elogios fehacientes, pero no dejando ni un granito de arroz en sus platos. Pero Curro no quiso decírmelo aquél día, porque estaba muy metido en su personaje, y no quería saber nada de cocina, ni recetas en ése momento. Puesto que si había hecho la paella, dijo, sólo era porque se había ido la luz, y en algo había que gastar el tiempo del rodaje de la escritura.

"Otro día no me perderé ni un detalle desde el principio", le aseveré muy enfadado conmigo mismo por no haberlo visto todo desde que empezó la elaboración de aquella paella tan legendaria, de la que no me quiso decir los secretos. Pues nunca en mi vida me imaginé que un personaje pudiera hacer también paellas, por muy poco verosímil que pueda parecer al lector...


Fernando Gracia Ortuño

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